LUIS GARCIA BERLANGA. Ha muerto el más grande.



Mis conocimientos cinematográficos son escasos y rudimentarios, como igualmente lo son los que tengo acerca de otras muchas materias. Se resumen éstos en una curiosidad casi malsana, en un apetito voraz por lo que me interesa y, como a los niños en busca de seguridad, en el regocijo y celebración que encuentro en lo que me ha gustado. Acostumbro a huir de lo maniqueo y buenista -o al menos de lo que así me lo parece- probablemente debido al hastío que me produce la impostura imperante y a mi natural confuso. Tampoco soy nada proclive, en mi grisura vital, a lo espectacular o rimbombante. Me suelo guiar, como hago con la vida, por una nada recomendable mezcla de ideas e instinto, brebaje etílico de consecuencias imprevisibles. Como la tirana con que lo mido falla más que una escopeta de feria, los desarreglos tienden a ser a veces vehementes y -a menudo- muy escasamente populares. A ser tenido por muchos -a lo peor con razón- como un ser descabalgado y simple. Ya estoy acostumbrándome, cuarenta años más y lo tendré solucionado, lo prometo. 


 Me interesan las personas «reales», no aquellas que se empeñan en mentirse y mentirnos, quizás incluso sin saberlo, interpretando un papel de cara a la galería. Y con todo ello, de lo único que tengo una certeza relativa, es que necesito que me toque el corazón, me revuelva las neuronas, me haga sentirme parte de ella, «pensándola». Que tenga tanto la caridad de no hacerme de menos como el talento, tan difícil, de hacerme de más. 

 Con Luis García Berlanga me ha ocurrido, me ocurre éso -y estoy seguro que será ya para siempre- cada vez que vuelvo a él. Me ha ayudado a vivir mostrándome su visión del mundo, su manera de vivirlo. Nunca se lo agradeceré lo bastante. Porque eso me parece lo esencial e imperecedero de su obra. La vida de cada uno y el mundo donde nos ha tocado vivirla. Un libro abierto sobre la mesa presto a contar y mostrar, evitando siempre aleccionar. Páginas y más páginas dedicadas a recordarnos que lo bueno y lo malo se mezcla sin remedio en cada uno de nosotros, que el egoísmo puede ser solidario, que la soledad debe ser «coral».  A mirar con tristeza, y también con cariño, que el candor desarmante, el interés inherente al ser humano que parte de la necesidad o la ambición, puede ser a veces beso y en otras puñalada. A menudo ambas a la vez. Y que éso generalmente es, como la mayoría de las cosas, incontrolable.

 Ha muerto el talento. Habrán leído multitud de panegíricos. Incluso puede que se hayan detenido en éste. Muchos de ellos, ya lo sabrán, mera propaganda de cada uno de sus autores intentando colocarse a la altura de alguien a quien difícilmente podrían siquiera limpiarle los zapatos. Es el signo de los tiempos, eso también lo deben saber. En otros, pocos, también habrá habido devoción y respeto. Incluso uno o dos habrán entendido con largueza y humildad lo que ese hombre consiguió. Me da igual. Si claro, ha muerto el autor de «Plácido», «El verdugo», «Calabuig», etcétera, etcétera. Obras sublimes, pilares de nuestro pasado, referencias jubilosas, tiernas y duras. Arte para siempre anclado en nuestra memoria. Habrán escuchado sus presuntas «victorias» ante la censura. Bagatelas y lugares comunes de los que posiblemente se estuvo media vida descojonando. Les recomiendo una fruslería llamada «Bienvenido mister cagada» de Jesús Franco, clarividente y desencantada, para que se hagan una idea. Tuvieron que pasar treinta años para que fuera así convenido, para que los reproches ante su falta de beligerancia y compromiso social quedaran difuminados. Para que obras tan PERFECTAS como «Los jueves milagro» se tengan por lo que son. Epístolas acerca de la condición humana, mucho más certeras y cáusticas que cualquier tratado socio-político. Bueno, al menos con «La vaquilla» solo han tenido que pasar veinte años para que se vea como lo que realmente es y no lo que se pretendía que fuese. Qué no se frunza el ceño ante su idea de que la guerra jodió la vida de todos. Y que si los vencedores fueron crueles, mucho y durante mucho tiempo, los perdedores no tuvieron ese mismo tiempo para poder demostrarlo. 

 Ahora bien, nadie les hablará -sino es para dejarlas en un lugar menor o a trasmano, -así de ruines podemos ser los españoles- de otras maravillas.  Imagino que tendrán que pasar otros cuarenta años. De «Vivan los novios» por ejemplo. Probablemente la crónica de la soledad, la frustración y el desvalimiento más negra y angustiosa que pueda uno recordar. Una película lejana de ese podio aclamado, a la que tal vez de aquí a unas décadas veamos pimpante y reconocida. Bien por ella. O de la segunda y tercera parte de ese tríptico llamado «La escopeta nacional». Siendo ésa soberbia, sin duda, «Patrimonio nacional» y «Nacional III» acabarán con el tiempo siendo tenidas por lo que son; El mejor resumen de eso que se vino a llamar la transición española. O «Moros y cristianos» («Fallera, fallida, de trazo grueso» dicen) fresco incólume y despiadado del apoteosis y cénit socialista, donde empresarios turroneros, políticos de familia, asesores de imagen, oligofrénicos obsesos y artistas de tentetieso campan a sus anchas. O «Todos a la carcel», adelantada sátira acerca del «sálvese-quién-pueda» felipista justamente anterior al advenimiento pepero. 

 Y en todas ellas, siempre, huyendo de proclamas grandilocuentes, deteniéndose en el jodido día a día. Duro con el poderoso y compasivo con el débil. Haciendo cine, trascendiéndolo hasta mostrar la vida en su máximo esplendor y miseria. Y cree uno que de eso se trata, de ser Austro-húngaro siempre que se pueda.


Luis García Berlanga 

(Valencia 12-Junio-1921/ Madrid 13-Noviembre-2010)




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