Esperaba que cualquiera, seguro que con más luces y estilo que uno, con un cierto interés en rascar un poco por encima de la superficie, aunque solo fuese por la mera curiosidad de observar el pasado como fue y no como deseó que fuese, le dedicase un texto, acaso unas simples lineas, que diesen con el tono y lo que el actor fue. Un titán llena pantallas, un imán para el público, dotado de una chispa y de unos reflejos innatos que otorgaban fulgor y posteridad a presuntas obras menores pero también un actor con todas las letras, de recursos gestuales variadísimos, de esos que abren campo y no lo cercenan. Mago de la mirada y rey de la vez, de una dicción acerada, ingeniosa y castiza. Un actor que navegaba igual de cómodo en la astracanada y en la sutileza y que era capaz de retratar ambas desde la normalidad, sin alharacas ni exhibiciones fatuas. Un titán que recreó como nadie que yo conozca, de aquí y de allí, la sublimación del buscavidas espabilado pero de buen fondo que sobrevivía de aquella manera en una España tan dura o más que ésta. Mucho más ingenua, eso sí, y acaso también más ilusionada; Su papel como Manolo en el «Tigre de Chamberí» (Pedro Luis Ramirez, 1957) intentando engatusar a alguien todavía más ingenuo es de los que sustentan carreras muchísimo más aclamadas. El inolvidable Virgilio de «Los tramposos» (Pedro Lazaga, 1959), con el Ozores alto, ante el que hay poco que decir. Simplemente descubrirse. Por no hablar de aquel falsario entrenador con ínfulas, soñador y ambicioso, en pos del empresario adinerado -que encarna su compinche López Vázquez– para que financie a su equipo en «Los económicamente débiles» (Lazaga de nuevo, 1960) o de su Pepe de «El astronauta» (Javier Aguirre, 1969) y toda la fantabulosa tropa a su vera pretendiendo adelantar por la derecha a los americanos. O de otra de sus colaboraciones con Aguirre («Una vez al año ser hippy no hace daño», 1968) desmontando el ye-yé desde el un absurdo que ríanse ustedes de Ionesco. También de la rara avis que es «Los Pedigüeños» (1961) dirigida, escrita e interpretada por el mismo (incluso compuso la banda sonora). Su sublime papel en «Historias de la Televisión» (José Luis Saez de Heredia ,1965) secuela de la exitosa «Historias de la radio» donde también intervino, el cual es, para quien suscribe, su obra maestra absoluta. Cuarenta minutos de recital sin parangón, ni una puntada sin hilo, con toda el abanico de genios imaginable acompañándole (De nuevo López Vázquez, Aleixandre, Garisa, el gran José Calvo, Jose Luis Coll, Gracita Morales, José Alfayete, Rafaela Aparicio, Jesús Guzmán, Rafael Hernández) y dándole réplica cabal. Película donde brota la vida desde un guión perfecto, de hilarante comicidad, minucioso retrato de una época (y también de un estilo, desde Mihura a Tono), retrato del final del estraperlo y el comienzo del desarrollismo como certero tratado sociológico. El fin de la inocencia.