"¡Arranca Valeriano!". Tony Leblanc, 1922/2012

 
Hace unos dias murió el gran Tony Leblanc. No es que uno espere ya nada de casi nadie pero el tratamiento que se le ha dado en la prensa y en los medios ha sido penoso, peor incluso que la desdeñosa omisión. Condescendiente, obscenamente nostálgico y carente de cualquier panorámica. Referencias sacadas de la wikipedia y fotografías disfrazado que provocaban cuando menos dentera. Con tembloroso peluquín, con dentadura móvil, con perilla infame. Todo ello por separado e incluso a veces, sin el menor aprecio por una dignidad y hechura que una vez fue divisa, en abracadabrante conjunto. El horror. Referencias a su trabajo en un papel residual y molesto en la saga «Torrente» y también su aparición -los peores papeles de todos, esos que invocan a una impúdica caridad desdeñando la grandeza y el talento con que nos deleitó- en un folletín televisivo.

 

«Nada, que se ha azarao»
 

 Esperaba que cualquiera, seguro que con más luces y estilo que uno, con un cierto interés en rascar un poco por encima de la superficie, aunque solo fuese por la mera curiosidad de observar el pasado como fue y no como deseó que fuese, le dedicase un texto, acaso unas simples lineas, que diesen con el tono y lo que el actor fue. Un titán llena pantallas, un imán para el público, dotado de una chispa y de unos reflejos innatos que otorgaban fulgor y posteridad a presuntas obras menores pero también un actor con todas las letras, de recursos gestuales variadísimos, de esos que abren campo y no lo cercenan. Mago de la mirada y rey de la vez, de una dicción acerada, ingeniosa y castiza. Un actor que navegaba igual de cómodo en la astracanada y en la sutileza y que era capaz de retratar ambas desde la normalidad, sin alharacas ni exhibiciones fatuas. Un titán que recreó como nadie que yo conozca, de aquí y de allí, la sublimación del buscavidas espabilado pero de buen fondo que sobrevivía de aquella manera en una España tan dura o más que ésta. Mucho más ingenua, eso sí, y acaso también más ilusionada; Su papel como Manolo en el «Tigre de Chamberí» (Pedro Luis Ramirez, 1957) intentando engatusar a alguien todavía más ingenuo es de los que sustentan carreras muchísimo más aclamadas. El inolvidable Virgilio de «Los tramposos» (Pedro Lazaga, 1959), con el Ozores alto, ante el que hay poco que decir. Simplemente descubrirse. Por no hablar de aquel falsario entrenador con ínfulas, soñador y ambicioso, en pos del empresario adinerado -que encarna su compinche López Vázquez– para que financie a su equipo en «Los económicamente débiles» (Lazaga de nuevo, 1960) o de su Pepe de «El astronauta» (Javier Aguirre, 1969) y toda la fantabulosa tropa a su vera pretendiendo adelantar por la derecha a los americanos. O de otra de sus colaboraciones con Aguirre («Una vez al año ser hippy no hace daño», 1968) desmontando el ye-yé desde el un absurdo que ríanse ustedes de Ionesco. También de la rara avis que es «Los Pedigüeños» (1961) dirigida, escrita e interpretada por el mismo (incluso compuso la banda sonora).  Su sublime papel  en «Historias de la Televisión» (José Luis Saez de Heredia ,1965) secuela de la exitosa «Historias de la radio» donde también intervino, el cual es, para quien suscribe, su obra maestra absoluta. Cuarenta minutos de recital sin parangón, ni una puntada sin hilo, con toda el abanico de genios imaginable acompañándole (De nuevo López Vázquez, Aleixandre, Garisa, el gran José Calvo, Jose Luis Coll, Gracita Morales, José Alfayete, Rafaela Aparicio, Jesús Guzmán, Rafael Hernández) y dándole réplica cabal. Película donde brota la vida desde un guión perfecto, de hilarante comicidad, minucioso retrato de una época (y también de un estilo, desde Mihura a Tono), retrato del final del estraperlo y el comienzo del desarrollismo como certero tratado sociológico. El fin de la inocencia. 

 
 No me olvido de su más querida actuación, su papel como Federico en «El hombre que se quiso matar» (Rafael Gil, 1970) a partir de la obra de Wenceslao Fernandez Flores y remake de la película del mismo director de 1942. Memorable su cambio de registro y en particular la escena en la cantina, mutando cual Jekyll y Hyde ante el matón encarnado por Antonio Cintado. Y así tantos y tantos que cada uno de nosotros tendra a buen recaudo en la memoria.
 
    Pero desgraciadamente no fue asi, resulta evidente una vez más que al igual que en otras disciplinas, en el cine también hubo unos que perdieron la guerra y ganaron la posteridad, los oropeles y el reconocimiento crítico y que a otros les sucedió justo lo contrario. Que sin quedar impedidos si quedaron lastrados -y marcados- para siempre y que salvo en algunos casos en los que tuvieron la fortuna no sé bien si de reinventarse o de que los reinventaran (como a Jose Luis López Vázquez, Alfredo Landa, José Sazatornil, Luis Ciges, Agustín Gonzalez, Manolo Aleixandre, etecé, etecé) quedaron para siempre habitantes del recuerdo nostálgico sin ningun mérito ni valor. Así que fueron el resto, un resto del que Tony Leblanc tal vez sea emblema, estandarte de toda una larga estirpe. Una estirpe formada por Manolo Gómez Bur, Antonio Garisa, José Marco Davó, Rafael López Somoza y tantos y tantos otros que se quedaron, en mayor o menor medida, sumidos en la veladura del olvido o, en el mejor de los casos, desdibujados por la niebla del pasado.
 Porque no, Tony Leblanc no tuvo la fortuna -o la desdicha, eso va por barrios- de toparse con un Saura, un Borau o -soñemos- un Berlanga que le otorgase carta de naturaleza en la reivindicación, revisión y posterior ubicación allí donde uno piensa que merecías estar. Es cierto que imponderables vitales (aquel terrible accidente de automóvil) cercenó antes de comenzar cualquier posible renacimiento. Y que su vuelta, más que situarlo allá donde se merecía profesionalmente acabó por denigrarlo. Tiende uno a observar aquello que logra ver buscando, quizás un tanto presuntuosamente, la verdad. Porque esa búsqueda -y no tanto su hallazgo- es lo único que nos permite disfrutar y también sufrir. Ni la pasión ni la alegría ni la melancolía o la tristeza tiene sentido sin el empeño en la búsqueda -a al menos su intento- de la verdad. Cualquier cosa que esté asentada en ese afán brillará falsa ante nuestros ojos en cuanto se le desprenda el barniz con el que hemos pretendido enmascararla. Fijarla, vivirla, es acaso lo único que nos deje percibir el error. Pero lo que es seguro, al menos de una manera relativamente razonable, es que Tony Leblanc fue más, muchísimo más que la desagradable y torticera faena de aliño con que se han ventilado su desaparición.
 

 

 

Los Gay Crooners – El mundo se acabó. (Musart, 1967)

 El mundo se acabó, el mundo se acabó
pero el bugalú no muere, ni tú ni yo
El mundo se acabó, el mundo se acabó,
y las parejas que lo bailan psicodélicas son.
El baile no se acaba, aquí el que baila no se muere
usted lo baila como quiere
el mundo entero se acaba
menos para el que lo bailaba
Traigan sus chicas para bailar,
el bugalú les va a gustar
el mundo se acabó, el mundo se acabó

 

 

 
Los Gay Crooners (Los Chicos alegres, por si quieren saber) fueron un quinteto vocal de origen panameño de notable éxito en México desde principios de los sesenta hasta bien entrados los años setenta. Bautizados, la verdad, con un nombre no muy apropiado para ser recordados en la era internet -o sí, vayan ustedes a saber- estaban formados por Ferdinand A. Thompson, Randolph J. Sealy, Rudolph Charles, David A. Campbell y Leroy A. Worrell. A finales de los años cincuenta se presentan a un concurso musical organizado por la cadena Hilton en su Panama natal que ganan casi sin despeinarse. Obtienen como premio convertirse en la banda residente del Palace Hilton y a partir de ahí todo comienza a crecer. 
Actúan por casi toda América Central y América del sur y finalmente, en 1962, se establecen definitivamente en México. Fichan por la RCA y su popularidad es casi instantánea, sobre todo tras el megaéxito de su canción «El Robot» acompañados por la orquesta de Gustavo Pimentel (una simpática mezcla de twist, hully gully y do-wop, con arreglos a medio camino entre el Esquivel más moderado y efectos de sonido espaciales un poco a lo Tino Contreras más experimental) que incluso llega a servir como denominación al baile del momento. Se convierten en habituales de los programas de la TV mexicana y en solicitadísimas estrellas en los más selectos nightclubs de ciudad de México. Participan hasta en películas, junto a los muy populares también Rebeldes del Rock, como en «Neutrón y los asesinos del Karate» (Alfredo B. Crevenna, 1965) cuyo desopilante argumento gira en torno a Neutrón, superhéroe de la lucha libre, quién combate frente a una banda de robots asesinos cuyas extremidades son armas letales.
 
  Una de las últimas adquisiciones del Estudiodelsonidoesnob es este «El mundo se acabo», acompañados por el Conjunto Beto Valtiera, del año 1967. Publicado en Musart, potente compañía mexicana que, aparte de editar folklore y a multitus de artistas locales, tenía en la época contrato exclusivo de distribución con, entre otras, Capitol (de hecho sería la compañía que publicaría los discos de los Beatles en México). 
 
  «El mundo se acabó» es una versión a partir de la canción interpretada por Pete Rodriguez  («Oh, That’s nice / Ay, que bueno«) y compuesta por dos miembros de su banda;  el trompetista puertorriqueño Tony Pabón (autor, enter otras de «I like it like that», «Pete’s boogaloo», etecé) y por el maestro de los timbales Benny Bonilla. Es un bugalú supersónico, casi más inmediato que el sexo oral, de textos certeros y clarividentes.  Porque, a día de hoy, el mundo, tal y como lo conocimos, se acabó.

 

Y aquí la, digamos, versión original, en inglés nuyorican del Bronx. Oh, That’s nice.

DE DE LIND "Mille anni" (Mercury italiana, 1970)

Uno, otro más, de los innumerables objetos del deseo hacia los que los enfermos como yo tenemos gravitacional querencia. Me ha costado su tiempo el localizarlo y poder hacerme con una copia. De De Lind fueron un grupo del progresivo italiano de tanta cotización en el mercado del coleccionismo como poco interés aparentemente para quién esto suscribe. Hace un par de años, por asuntos que no vienen al caso, tropecé con esta versión del clásico de los Grass Roots y me dejó del revés. Ayer, por fin, una copia de este 7″ aterrizó en el Estudiodelsonidoesnob. La felicidad, muchas veces, consiste en un orondo cartero entregándote un pequeño paquete de cartón.

 

Venimos de aquí, la versión original, firmada por Gary Zekler y Mike Bottler, para los mencionados The Grass Roots (Aunque es una historia, en todo caso, para contar en otro post, conviene recordar que The Grass roots fueron inicialmente un grupo fantasma creado por Steve Barri y P.F. Sloan junto a Lou Adler para el sello de este último, Dunhill)

 

Ya de paso, asomémonos también a la versión española, profundo melodrama cañí elevado a la enésima potencia a cargo de Claudya junto a Ramón y sus Showmen.