¿No les ha ocurrido alguna vez? Me refiero a que una canción que apenas recordaban, oculta en su subconsciente, estancada, contenida por varios diques, de repente se desborde y empieze a manar y a manar sin control, hasta encontrarle significados que ni tan siquiera hubiesen podido imaginar.
«Down river» de David Ackles. Rio abajo…
Recuerdo que hace unos años tuve que ir al hospital con Isabel, mi hija, nada serio. Bueno, miento, cualquier cosa que le sucediese, tanto entonces como ahora, es asunto muy serio para mi. Y si le causaba dolor, le provocaba el llanto, mientras me miraba, tan segura de que yo iba a solucionarlo todo, de que uno tenía el poder de hacer magia para que todo se solucionase, sabía de inmediato que lo único que necesitaba realmente es que estuviese junto a ella, tenerme cerca. Ya barruntaba entonces que algún día eso cambiaría, que llegará el momento en que ya no podría estar allí para consolarla, que llegará el día en que no seré yo a quien necesite a su lado. Que habrá otra persona, alguien que la querrá tanto como yo, aunque de otra manera. Eso estará bien. Muy bien.
Todo fue culpa de un accidente escolar. Se había pillado la mano con una puerta y le quedó un dedo un tanto pachucho. En el cole no tenían claro si había algo roto y me avisaron. Un sustillo, ya digo. La llevé al hospital, el llanto manaba y su rostro gesticulaba. Todo, en un principio, causado por el dolor, era natural, aunque conforme pasaba el tiempo fuese mutando en representación, algo a lo que ella es muy dada.
Mientras esperábamos sentados la vi. Hacía más de ¿veinte años? desde la última vez. Es curioso, al instante recordé que por aquel entonces cada vez que esa muchacha estaba cerca todo en mi era un temblor incontrolable; Me faltaban las palabras y el aire, se me aceleraba el corazón como por arte de magia y creo recordar que mi mirada parecía aún más estúpida de lo que solía ser habitualmente. En cambio, aquel día, en el hospital, el único temblor que notaba era el que procedía del cuerpo de mi hija, en mis brazos.
Fue ella la que dio el primer paso. Nos saludamos, nos dijimos las consiguientes frases de rigor, se interesó por lo que hacia allí, charlamos unos minutos y después siguió con sus cosas. La cría me miraba como solo se mira a alguien en quién confías totalmente, convencida de que tenía el poder de la magia. Criatura. Yo creo que se sintió mucho más tranquila al ver que hablaba con una médico, de tener la seguridad de que su padre iba a solucionarlo todo.
Y allí sentados, esperando, uno, de natural fantasioso, se acordó de todos los castillos en el aire a los que tanta querencia y afición tenía. Recordé lo guapa que era aquella mujer veinte años atrás. Me di también cuenta de que siendo todo tan distinto todo seguía siendo igual. De que yo, en lo esencial, era el mismo patán de entonces y en cambio, para mi hija, un gigante. Fui consciente de que la percepción dependía de la mirada.
Y de repente la canción. Ahí, escondida, tanto tiempo agazapada que casi ya la había olvidado.
«…Good to see you again Rosie. I know i’ve change a lot since there, you’re looking fine baby…»
Y fue justo en ese momento cuando la canción se convirtió en otra. En una canción totalmente distinta a lo que había sido para mi durante toda la vida. Su significado, sin dejar de ser el que fue, ahora era también otro. Quiero decir que ya no era solo una canción sobre dos amantes que apenas lo fueron, separados por los avatares de la vida, que vuelven a encontrarse tras varios años sin verse, para en ese momento él descubrir que ella ya ha rehecho su vida. No era solo una muy hermosa y triste canción de amor, sino, sobre todo, una canción acerca del paso del tiempo. Un breve recuerdo sobre dos personas que se conocieron en el pasado y soñaron con un futuro juntos y que, sin embargo, cuando este llegó, del ayer no quedaba más que extrañeza. Una canción sobre los avatares de la vida y las casualidades que acaban por conformarla. Me acordé de aquella maravillosa película de Edgar Neville, La vida en un hilo. De inmediato me recriminé la mera comparación. Recordé también aquello que siempre me decía mi padre, burlándose de mi natural ensoñador: – Y eso, ¿Para qué te sirve? –. No pude más que sonreír.
Todavía hoy dudo. La verdad es que no sé si me sirvió para algo. Yo creo que sí. Pero lo que sí sé es que aquella tarde, cuando su madre llegó a casa y las tuve allí a las dos juntas, hablando en la cocina, contándose sus cosas, haciéndome un poquito de menos, me sentí un tipo con suerte. Y razonablemente feliz.
Rio abajo…