SOLA Un muñeco de madera (USA RCA Victor, 1972)

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…Tabu-u-u, tabu-u-u, tabu-u-u, tabuuuu… Si quieres una vida larga, una vida larga, una vida larga… si quieres una vida larga aunque sea falsa aunque sea fea. No hables de las cosas que pasan en la tierra y olvida que hay miserias. No tires de la manta, no hagas problemas y agacha la cabeza…

Tabu- u-u, tabu-u-u, tabu-u-u, tabuuu… Si quieres una vida larga, una vida larga, una vida larga… Si quieres una vida larga aunque sea falsa aunque sea fea. Olvídate del sexo y piensa que los niños los traen las cigüeñas. No hables del gobierno y piensa que esos hombres son ángeles de fresa…

Tabu-u-u, tabu-uu, tabu-u-u, tabuuu… siquieres una vida larga, una vida larga, una vida larga… si quieres una vida larga aunque sea falsa aunque sea fea, no hables de la vida no arañes las estrellas no hables de la iglesia. Olvídate de Mao, olvídate de Castro y leéte la prensa…

Tabu-u-u, tabu-u-um Tabu-u-u, Tabuuu…

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 La enésima confirmación del pozo sin fondo que es el asunto de las canciones y los discos. Hasta hace poco tiempo únicamente conocía un single de Sola, publicado en nuestro país en 1971. Contenía dos versiones en clave bossa groove de «Oye Papá, oye Mamá» y «Soy rebelde», dos de la muchas y soberbias canciones escritas por el gran Manuel Alejandro, en este caso popularizadas por Jeanette. Ningún dato constaba de los músicos que intervinieron en la grabación, era un single más de los miles que quedaron en el olvido del mismo modo que quedaría para siempre archivado en la memoria de todos aquellos que perdemos la cabeza por ese subgénero al que podríamos bossa groove en castellano. Un negociado en el que constan también sencillos de Nena Catherine, Nancy Ramos, Sabrina o Elsa Baeza, por nombrar unas cuantas.

Hace ya dos o tres años tropecé en la red con un audio de una canción que me dejó maravillado. Una cosa formidable, hipnótica, plena de groove. La canción se titulaba «Tabú, tabú» y estaba cosida toda ella por elegantes bongos, un bajo omnipresente, acústica delicada y una flauta tan discreta como insidiosa, además de coros y vientos en forma de oleaje, conformando un todo más que de bossanova de exótica groove. Además estaba aquella voz, soberbia, sinuosa y contundente a la vez. Una voz que rozaba la exageración pero que sin embargo navegaba ajustada, perfecta, contenida en su libre descenso por la montaña rusa que era la letra. Una voz tan airada como implorante que parecía poseída por un arrebato místico mientras se abrigaba en la mitología pagana. Una voz que remitia unas veces al «Conquistador de cartón» de Bárbara, otras al «Mientes» de Lia Uya, incluso a una Lupe no tan exagerada e histriónica. En definitiva una voz, ese instrumento tan colosal cuando está bien empleado, que contaba y cantaba tantas y tan estupendas canciones.

Uno, que no tiene otro remedio que acarrear lo más dignamente posible con todo aquello que lleva a cuestas, logró localizar un Lp, en edición americana, desgraciadamente jamás publicado en España, con idéntica portada a la del sencillo y de nombre «Un muñeco de madera». Editado en la RCA un año después del single español -e incluyendo a éste- deduje rápidamente que era otro de esos misterios de las ediciones con los que tan a menudo nos topamos. Más tarde, para acabar de liarla, también supe que existía sencillo americano -con portada idéntica al español- de «Tabú, Tabú / Un muñeco de madera». Verdad o leyenda, ya que nunca lo he visto, ahora mismo nada me gustaría más que su existencia y claro, poder acceder a una copia.

Insisto, uno iba a lo que iba, a Tabú para ser exactos, pero encontró más, mucho más. La consulta de los créditos, como suele ser habitual en estos casos, tampoco aclaraba gran cosa, más alla de la firma en contraportada de unos textos alucinantes y alucinados a cargo de Eber Lobato, un coreógrafo argentino marido de la cantante, vedette y estrella del musical argentino Nélida Lobato. Tampoco nada de la tal Sola, salvo datos sin confirmar buceando en la red que cuentan que era natural de Acapulco y que, desengañada del mundo de la canción, acabaría recluida en un convento de Hermanas Carmelitas.

He hablado ya de la letra de la «Tabú, tabú» ¿verdad?. No me he resistido a transcribirla más arriba. Una cosa que de tan despropósito se volvía mágica. Proselitismo cristiano y filosofía hippie de la mano en una mélange sumamente atractiva. Rescoldos Vainiqueños y ecos de unos Aguaviva paganos, todo ello en medio de una apisonadora groove. ¿Qué había sucedido para que a un caballero como Don Manuel Alvarez Beigbeder le diese por adentrarse en esos territorios, aunque fuese de tapadillo?. ¿Qué tipo de sustancia es la que provoca esa alquimia heterodoxa tan perfecta?. Benditas sean en cualquier caso.

Escuchando el disco completo la cosa se contenía un tanto; las dos canciones del single español, la barbaridad arriba referida y mucha combinación de drama y Manuel Alejandro, algo casi indisociable; canciones como «Un muñeco de madera» (que haría Raphael en su Lp de 1971, ergo, fue escrita para él originalmente) muy pero que muy Rocio Dúrcal antes de lanzarse a las rancheras (la de la inolvidable «Sin tu amor» por ejemplo), medios tiempos con alto octanaje de drama en «He bajado al infierno» o canónicos resúmenes de la obra de Manuel Alejandro en «Tu te has ido». Incluso quedaba sitio para un dabadá muy a-la-Santisteban titulado, cómo no, «Daba-daba-da».

No pude quedar más feliz con la adquisición. Por el precio de un almuerzo el paraíso una vez más. ¿Ven que simple soy y con que poco me conformo?

CHET BAKER Pan, champagne y mantequilla

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«… Su caso es el drama del hombre moderno. El de alguien que en lo suyo es algo maravilloso, sublime, pero que al volver a la tierra es débil, pobre y vulnerable como un niño. Puede cruzar el Atlántico pero en cambio no puede atravesar por si sólo los Campos Elíseos. Ese es su caso…»

Octave/Jean Renoir en «La regla del juego»

Traído, como casi todo lo que suele pasearse por aquí, un tanto por los pelos, el caso de Chet Baker es muy similar en el fondo a la descripción que hace Octave, el personaje que encarna el mismo Jean Renoir, del aviador André Jurieux en esa cima, fresco de la vida y de la condición humana, que es «La règle du jeu»  (1939).  Se podría aplicar también, tal vez  -y esto se me antoja todavía más cogido con pinzas- en el caso de Leopoldo María Panero, tan dotado para el estallido de talento,  el íntimo lirismo y la furia desesperada como capaz de cualquier bajeza en pos de su meta, no otra cosa que transustanciar su obra con su vida. Y eso acaso inicialmente, ya que una vez sucedida la mutación definitiva, sería más un mecanismo automático propio de los dotados por los Dioses que un objetivo per se, algo tan genético y natural como deglutir o defecar. Una odisea en todo caso; La historia habitual del talento soberbio circunscrito por muchos de su exégetas a lo circunstancial; las adicciones opiáceas o alcoholicas, los desarreglos mentales, lo que fuese. En cualquier caso, concedámoslo, asuntos a menudo entrelazados de manera tan imposible de desligar y que consiguen que el maniqueísmo sea prácticamente imposible de evitar. Sea por llevar el uno al otro, sea, quién sabe, por ser apósito y ungüento para el dolor causado por la creación. Y pese a todo se halla uno incapacitado para señalar cual sería la causa y cual el efecto.

Chet Baker era, en los años cincuenta, lo que en boxeo se ha llamado siempre la gran esperanza blanca. Hermosísimo en lo físico, sus facciones parecían cinceladas por el mejor de los escultores griegos. Digamos que era un James Dean antes de que éste ocupase su podio en el acervo mitómano. Pero siendo esto llamativo lo realmente impactante, mollar e inolvidable era su facilidad, su elegancia y su clase para transportarnos al limbo musical, a un estrato superior. Sutil y arrebatado, de una facilidad melódica asombrosa y poseedor de ese toque tan escaso que consiste en hacer más con menos. La rara cualidad de ir al meollo, sin ningún rodeo, y de, a partir de unas pocas notas, colorear de un modo único el alma y la mente. Unas veces Caravaggio, otras veces Rafael, pasaba de la placidez a la tormenta en un segundo sin por ello dejar de abrazar nuestra alma con un manto extático, carnal y místico a la vez. Aunque -eso lo sabríamos después- fuese un hijo de mala madre y ese tránsito solo sucediese en su música, por estar su vida dedicada a un inexorable descenso a los infiernos. Todo en el parecía perfecto. No sabía leer música y tampoco parecía que lo necesitase; la llevaba dentro, manaba de él. Respiraba música, vivía música, era música.

Tengo un libro por casa que no logro encontrar -tal vez lo haya prestado- titulado «Deep in a dream; la larga noche de Chet Baker». Su autor es James Gavin. Está publicado en España por Mondadori, en el 2004. Desconozco si existe reedición. Lo recomiendo encarecidamente. Es uno de los libros más hermosos y mas dolorosos que he leído nunca. Da un tanto igual que te interese o no Chet Baker. También es -por panorámico y nada mitómano, aunque muy consciente del genio y la miseria del biografiado- muy similar a otro, escrito por Jose Ángel Balsa, sobre Brian Wilson, llamado «Bendita locura». Lejos de hacer apología de la persona a partir de su música intenta dibujar el retrato tal y como fue; Su mujer, sus hijos, sus amantes, sus amigos, él mismo… en todos dejará rastro y cicatrices, por lo general más dolorosas que aquellas meramente físicas. Es un retrato preciso de los dos extremos más distantes de la condición humana, sin escatimar los hechos ni tampoco obviar la leyenda. Es curioso, siempre es algo que se suele dar en los dos lados de la memoria; por un lado los palmeros tienden a ensalzar lo bueno, mitificándolo y escamoteando las miserías, mientras que por otro los críticos amarillistas son propensos a oscurecer todo el arte con las bajezas indiscutublemente asomadas. Gavin, como lo hace Balsa, es consciente de esa extraña dicotomía. La que acostumbra a disociar la obra de la vida y que no enmascara las puñaladas para celebrar el milagro. Sabeedor que es habitual en tan atormentados personajes recorrer caminos separados, sin por ello tampoco ser cínico ni cruel. Simplemente intentando ser veraz.

Desde sus inicios en los clubs de jazz de California, sus primeros escarceos con las drogas, su fulgurante subida al estrellato con el cuarteto de Gerry Mulligan, su contrato con Prestige records, el inmediato enamoramiento que cualquiera que le escuchase sufría con su manera de entender y ser música (Charlie Bird, Dizzy Gillespie, Art Pepper, el mismísimo Miles Davis), su sociedad con el pianista Russ Freeman hasta su nunca aclarada muerte (¿Ajuste de cuentas?, ¿Suicidio?, ¿Accidente?), pasando por su exilio en Europa forzado por las múltiples causas pendientes con la justicia. Sumémosle a todo eso las devociones inexplicables, su hieratismo ante el destino y el saberse conminado a una sóla cosa; Consumir. En cambio, aparcada en una esquina, la música, su sorprendente -por mínima y evocadora- voz, su capacidad para en una misma nota describir el desvalimiento y la soledad, el lirismo y la vana ilusión, el fulgor del enamoramiento y la aceptación del destino.

Mi primer contacto con Chet Baker fue a finales de los años ochenta. Cayó en mis manos un disco titulado  «Chet Baker sings and plays from the film Let’s get lost». Era 1989 o 1990. Yo tenía entonces veintipocos años, y aunque ya estaba constituyéndose todo aquello en lo que acabaría por convertirme, cierta atracción por el lado salvaje, la mitomania y lo diferente emanaba hipnóticamente de ese rostro ajado, surcado por mil arrugas, casi un lince momificado. Era algo de lo que, lo prometo, no se podía escapar a los veintipico años. Tener en frente al prototipo del imaginario loser, refulgiendo cual leyenda del rock and roll era pura adicción. Aunque fuese jazz. Fuese lo que fuese, daba igual. Era inevitable. Se puede decir que caí ahí buscando quién sabe qué, otra cosa creo, quizá a mi mismo. Ni lo recuerdo ni creo que tenga mayor importancia. Mi amigo Ángel, con más vida y mucha más sabiduría que yo, me habló de él y de su devenir. Sabiamente me dejó caer que no me perdiese en los juegos de artificio, que sí, que los disfrutase y pasase después a lo sustancial. Me enseñó a discernir que más allá de esa historia tan devastadora, la música que allí habitaba era naturalista, en absoluto perdedora ni tampoco exhibicionista; simplemente el vestigio de un hombre, o lo que quedaba de él, mostrándose tal y como él creía que era, pese a que cualquiera que se hubiese cruzado en su vida hubiera jurado y perjurado que era otra persona distinta. El disco, lo supe después, era la banda sonora de una película documental del fotógrafo Bruce Webber acerca de su obra, un poco en la senda de la biografía arriba mencionada. En absoluto hacía apología de la persona (porque, salvo ser uno un idiota, nada en ella era reivindicable) sino que simplemente la retrataba, si acaso atrapado por un cierto esteticismo. Decía que nos lo mostraba, junto con al inevitable encantamiento estético, maravillado. Con alma y curiosidad. Con extrañeza y también seducido. Maravillado y sorprendido por como de la misería moral y física más arrastrada podía surgir lo más parecido a un ángel. De como su música semejaba al paraiso tal y como alguno lo entendemos.

No voy a sostener, ni mucho menos, que sea su mejor disco. No soy tan atrevido. «Chet Baker sings», «Baker’s Holiday», «It could happen to you», «The touch of your lips», «Stan meets Chet», «Chet»… tantos y tantos, cada uno tendrá su preferido. El mío, cuando tenía veinte pocos años era «Chet Baker sings and plays from the film Let’s get lost». Y ¿Saben una cosa?. A día de hoy, casi treinta años después, todavía lo sigue siendo.

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«…La primera vez que escuché la música de Chet Baker fue en unas grabaciones de los años cincuenta, en la época que yo comenzaba a tocar jazz. Quedé inmediatamente subyugado por su calidez, su lirismo y su delicado sentido melódico.

Su estilo era considerado emblema de la cool school, un lugar compartido con Miles Davis. De hecho Chet estaba entonces considerado como una viable amenaza al trono de Miles Davis.

Por entonces yo tenía afinidad hacia el Jazz de la Costa Este. Su música era visceral, más osada y más negra en su aspecto rítmico que la de la Costa Oeste. Chet provenía de la Costa Oeste y aunque tocaba de esa manera, al estilo californiano, con un lígero ritmo oscilante, era uno de los pocos músicos de Jazz de por allí que lo hacía con una fuerza sutil pareja al vigor crudo que emanaba del Jazz de la Costa Este. Las notas que elegía y tocaba tenían una increíble profundidad que me atraía.

Pero Chet no sólo tocaba sino que también cantaba. Había grabado unos cuantos discos cantando, el mejor, en mi opinión, «Chet Baker sings». Solía cantar baladas románticas con su suave y humeante voz. Mucha gente estaría de acuerdo en que esas canciones han ocupado un lugar importante es su vida amorosa.

No fue hasta que hice la banda sonora de «R

Había olvidado que Chet no leía partituras. Todavía recuerdo la frescura de su primera toma. Siguió los acordes como si los conociese de toda la vida. La notas parecían balizas conectando los acordes. Su intuición era inmaculada, sus elecciones eran perfectas.

Fue entonces cuando descubrí la verdadera grandeza de Chet Baker. Siempre recordaré su corazón y su alma volcado entre esas notas tan bien elegidas, y la placidez que sentí en cuanto le escuché tocarlas, en lo que iba a ser también mi última vez.

Ya en el ocaso de su carrera, Chet Baker de nuevo había establecido con firmeza su lugar en la historia del jazz…»

Herbie Hancok

The Hammond Sound Of JOU COGRA

HAMMOND

Jou Cogra (Josep Cortés Granero) fue uno más de los numerosos habitantes sin nombre de ese planeta musical paralelo que fue la serie B de la música popular española. Tipos a los que el talento o la fortuna –en ocasiones ambas cosas a la vez- tal vez les fallase, aunque probablemente bastante menos de lo que les fallaría el cálculo comercial y su inexistente visión panorámica del tiempo en que vivían. No, no estoy acusándoles de nada, muy al contrario. Conminados como parecían estar para regalarnos obras tan anacrónicas y libres como llenas de sorpresas y hallazgos casuales, tal vez ingenuos ejercicios de voluntarismo en última instancia, su música solía estar regida, nobleza obliga, por una pasión desbordante.

Pero descuiden, nada de esto sería obstáculo, afortunadamente, en su intento desmadejado y a trompicones en la búsqueda de su ingreso en su idealizado Olimpo. Una búsqueda por aproximación, errónea si quieren -hoy, más que nunca, asunto ya sin importancia- , pero, insisto, de emocionante obstinación. Ajenos en gran medida a la realidad y completamente desconocido el legado que transmitirían. Una herencia, concedámoslo, quizás sostenida por muletas y en gran parte escayolada, pero ante la que no queda, una vez transcurrido el tiempo (más de cuarenta años) otra cosa que el agradecimiento y la celebración de lo distinto, junto a una cierta lástima por la falta de articulación de su discurso.

Tras lograr la licenciatura de piano y armonía, Josep Cortés comenzaría como teclista en la orquesta del Chupi (Antoni Saigi Jordá), músico, cómico y entretenedor muy popular en la Cataluña de la época. Saigi había vivido durante años en Cuba y estaba especializada su orquesta en recrear todo el abanico de los ritmos latinos posibles  -boleros, cha-cha-cha, mambo, rumba, etecé- mientras sostenían las peroratas y ocurrencias con las que Chupi entretenía a su audiencia. Pero llega un momento en el que Cortés, cansado, decide intentar volar por su cuenta y emprender carrera en solitario. Estamos en 1971. Decide entonces rebautizarse como Jou Cogra y graba un primer Lp homónimo en el sello Spiral, de tan sugerente portada como prescindible repertorio. Pese a todo, imbuido de los sonidos latinos que ha mamado en la orquesta, algunas de sus canciones, que hemos incluido en este disco (versiones de clásicos como “Lupita” o “Mambo en Sax” del Maestro Pérez Prado o la brasileña“Eu Vou”) despiertan una cierta simpatía. Es un disco balbuceante, apoyado en su mayor parte en la comodidad de los estilos que estaba acostumbrado a ejecutar en público. También es un disco en el que se atreverá a cantar por primera y última vez.

Como es natural, nada sucede tras la publicación de ese primer disco. No será hasta tres años más tarde, ya en 1974, cuando un irregular Extended play publicado por Barnafon nos presenta a un nuevo Jou Cogra. Todavía cojea este nuevo proyecto de cierta morosidad y querencia por el resquicio acomodado: bossa un tanto ortopédica en “Novo amanhecer”, melodías propias de cualquier club de carretera con “Sweet charme“. Pero del mismo disco emergen ya canciones en las que todo parece estar ensamblado.“Comanche” emana un aire Spaghetti western, con sus percusiones de feria, sus coros entre afásicos y extravagantes, su agradable aire a medio hacer. “Darkness”es, directamente, una barbaridad de apoteósico calado, un ondulante trip que transcurre entre múltiples clímax sonoros; despendolado Free Funk con pedal wah wah, vientos souleros, breaks de percusión y un hammond desatado. Por resumirlo brevemente, una de las joyas de la corona. Las cuatro canciones de dicho ep vienen incluidas en esta recopilación que tienen en sus manos.

El éxito, evidentemente, sigue estando en el mismo lugar, a años luz (porque no creo que Josep Cortés encontrase, siglos después, o sea, hoy, ninguna consuelo en la cotización que dicho Ep alcanzaría en el mercado discográfico) y Cogra se encuentra en una encrucijada. Qué digo encrucijada, siendo benévolos, está con pie y medio en el precipicio, de vuelta al mundo de las orquestas y a sus clases de piano.

¿Y qué es lo que hace un ludópata cuando vienen mal dadas?. Efectivamente, doblar la apuesta. Han pasado otros tres años y en 1976, publica en el sello Tipi un segundo Lp, que aquí incluimos íntegro. “The Hammond sound of Jou Cogra“, que así se llamará, tiene una historia tan fascinante detrás como lo es, al menos, gran parte de la música que contiene.

El disco, digámoslo de entrada, es un híbrido poco uniforme. Momentos formidables junto a otros aquejados, cuanto menos, de la tisis. ¿Y a qué se debe esto? Es sencillo. Los dueños de Tipi le hacen saber que no hay dinero suficiente para la grabación. Si quiere terminarlo, ha de ser financiado a medias. Cogra, como es evidente, no anda sobrado de capital. A grandes males, grandes remedios. Se le ocurre entonces la brillantísima idea de inventarse el crowdfunding con casi tres décadas de antelación. Para ello ofrece la posibilidad, a todo quien quiera, de grabarles sus canciones mientras asuman también los costes. Un disco a la carta, para entendernos. Hay distintas tarifas, no se crean. Una, la más elevada, para aquellos que consideren su arte como algo supremo y no quieran que se toque nada de su creación. Obviamente son las peores del disco (“Arabian hit”, “Sol de verano”…). Una segunda para aquellos que, más razonables, acepten el que Jou Cogra maquille el desaguisado arreglándolas (la discreta “Superblues”, muy deudora de “Señor Blues” y del “Comin’home”, correcto modal jazz, o la saltarina “Blues 4”, sincopada y ortopédica tonadilla que logra convertirse en simpática a la tercera o cuarta escucha). Pero, sobre todo, lo que hay es un puñado de maravillas que todavía hoy refulgen esplendorosas. Sin querer ser ditirámbico, procedamos a enumerarlas; “Cajas de madera”, con su beat casi Kraut y un fuzz salvaje que la cose de principio a fin. “Atrapados” y “Persecución”, ambas experiencias cinemáticas de irresistible pulsión. “Todo controlado”, orgíastico hammond sound digno de cualquier sesión de Librería de sellos como KPM o Montparnasse 2000. “Cráter satánico”, robusto tour de force que combina disimulado virtuosismo entre una tormenta de hammond, guitarra eléctrica y estimulantes breaks de batería

Por último tal vez alguno de ustedes, los afortunados que atesoren una copia del disco original, se preguntarán el por qué de la leyenda que aparece en su portada. Sí, esa que dice “Festival Eurovisión ’76”. Se lo explico. Tipi, ése insigne sello con visión de futuro, decide que Cogra grabe una versión de “Sobran las palabras”, la canción de Braulio que representaría a España en el festival de Eurovisión de ese año. Justicia poética, es la peor canción del disco con mucho.

Todos los datos biográficos han sido extraídos de la entrevista hecha a Josep Cortés Granero en el programa de radio «Poplandia»

FRANÇOIS DE ROUBAIX Le monde de films et électronique de …

FILMS ROU

ROU ELE

«…La música para películas está a mitad de camino de la música sería y las variedades. Yo le encuentro tanto provecho como placer. Empecé a los quince años con el jazz, tocando el trombón con los amigos. Simultáneamente trabajaba en las películas producidas por mi padre, Paul de Roubaix. Fui asistente de plató, ayudante de fotografía, ingeniero de sonido … Un día, en un cortometraje que dirigía Robert Enrico y en el que yo era asistente de montaje Robert me dijo: Ya que eres músico, ¿Por qué no escribes la música de mi película?. Ese día mis dos pasiones se fusionaron: No era sólo música de cine, era música para el cine.

A partir de ahí mi formación fue completamente empírica. Jamás había estudiado armonía ni contrapunto, fue componiendo para esos cortometrajes y para la publicidad donde lo aprendí todo. El montaje (sonido e imagen) me reveló el lado artesano del cine. Fue un aprendizaje concreto, sobre la marcha, donde descubrí las coordenadas técnicas a las que un compositor debía someterse. De todos modos, era la única manera: En Francia no existe una escuela de música para películas.

En el mejor de los casos, el diálogo con el director se instala en el escenario. Con Enrico hablaba de música antes de empezar, el objetivo era definir el espíritu de lo que quería, una linea general. Muy a menudo todo comenzaba con un par de maquetas: eso ayudaba, le daba una atmósfera al rodaje desde el principio.

En algunas películas la música debe trabajar las fibras sensibles del espectador, otras veces su subconsciente. Es un elemento completamente dramático. Se la puede convertir también en un personaje en sí, por ejemplo, representar el amor de un hombre por una mujer: Un hombre perdido en una jungla, lejos de su amada. De repente suena un fragmento del tema de amor, nos transporta a cuando ellos estaban juntos. Eso nos ayuda a comprender lo que siente el personaje. A través de la música evoca a su amor, su recuerdo.

Otro ejemplo: «Le Samourai» (Jean Pierre Melville, 1967). En los diez primeros minutos de la película solo hay tres palabras en el diálogo. La psicología de Alain Delon está poco definida. Melville me pidió algo muy sencillo: «La música debe clarificar al personaje».Cuando comencé con la partitura tenía claro que tenía que explicar con música que Jeff Costello era una especie de tigre condenado por la fatalidad. Más que nunca, la música tenía que ser también un elemento de la puesta en escena.

Me encuentro muy cómodo con la idea del encargo. Me encanta sentirme con el cuchillo en el cuello, recibir la presión de frases como ¿Oye, cuando me darás la música?. Sin esa presión tendería con facilidad a dejarme llevar, a ver los pájaros pasar. Soy un artesano, me siento cómodo con ese miedo acechando…»

François de Roubaix. Entrevista en France-Inter, 1970.

«…Desde mi punto de vista, eso que se llama comúnmente música contemporánea, es en realidad música de investigación. La verdadera música contemporánea es la música que hoy está viva: el jazz o el pop, de los Beatles a Pink Floyd…»

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Apasionado por la electrónica, influido por las técnicas de la música concreta, seducido por sus trucos y por la manipulación sonora, François de Roubaix fue un jardinero de la experimentación, una especie de primo beatnik de los dos Pierre franceses capitales dentro de la música concreta, Schaeffer y Henry, cuyo trabajo le había abierto los oídos.

Tras numerosos y sorprendentes trabajos para el cine y la televisión, De Roubaix se centraría en una de sus dos obsesiones, la música electrónica. La otra sería su fascinación por el mar y la práctica del submarinismo, afición que desgraciadamente le conduciría a la muerta a la temprana edad de 36 años, tras perecer en Tenerife, en las aguas del Atlántico que tanto amaba. Había trabajado en el cine para Melville, Enrico, Giovanni, Desvilles, Cornfield y muchos más, sus canciones las había cantado Brigitte Bardot, Alain Delon, Joanna Shimkus, Olivier de Funes, sus silbidos llegarían a ser únicos, casi una marca de distinción … Todo ello siempre acompañando a unas partituras que casaban de manera audaz la música tradicional con la electrónica, el folklore con la experimentación. Él en su papel de pintor frente al lienzo, buscando texturas, capas y finalmente belleza.

Poco a poco iría construyéndose un estudio privado en su apartamento de la rue Courcelles de Paris. Primero un órgano, luego un magnetofón de ocho pistas, más tarde dos sintetizadores …  La electrónica le abre un nuevo mundo de posibilidades sonoras, la asociación de instrumentos acústicos con los electrónicos en busca de la perfección sonora casi matemática no se detendrá, siempre tras la experimentación de sonoridades inéditas. Gusta de mezclar sintetizadores con guimbarda, la ocarina o el balafón con el secuenciador, cuerdas con teclados sinuosos. Virtuoso como era de la música ningún instrumento le resultaba incómodo al poco de caer en sus mano. Sus conocimientos y aptitudes técnicas crecen exponencialmente. Gracias a su experiencia en la música de películas es el arreglista, el compositor, el orquestador, el ingeniero de sonido, el mezclador y todo lo que sea necesario, acabando por no necesitar a nadie. Llega incluso, en su estudio privado, a grabar por si solo todos y cada uno de los instrumentos y sonidos que de su cabeza nacen, hasta superponerlos y conjugarlos con la ayuda del ocho pistas, creando piezas que aunaban texturas orgánicas, experimentación  armónica y esa melancolía propia del talento, tan difícil de ocultar.

Daba igual que fuese música para las cortinillas televisivas, ilustraciones sonoras de documentales de ciencia (especialmente revelador es su colaboración con Jacques Cousteau en su expedición a la Antártida) o partituras que ilustrasen sus expediciones submarinas. A través del sintetizador parece querer prolongar sus incursiones bajo el agua, la tranquilidad y también la excitación que le provocan la contemplación del paisaje marino. Será una de las constantes de su etapa electrónica, el océano como un universo paralelo, una voz de otro mundo cuyo idioma no puede ser otro que la electrónica. El único capaz de transmitir el misterio, la tranquilidad, el silencio y la poesía que le suscita su contemplación. También el único que, premonitoriamente, será capaz de describir su lado oscuro, ese mundo de sombras y angustias que parece querer succionarle y que, finalmente, logrará.

DAVE PIKE SET The MPS years

THE MPS YEARS

Cuando Dave Pike aterriza en Europa a finales de los años 60 el jazz es prácticamente ya un cadaver en los Estados Unidos. Pike un virtuoso del vibráfono y de la Marimba (o Xilofón, como prefieran) lleva ya década y media de sólida trayectoria musical, bien como músico acompañante de Paul Bley, Kenny Clarke, Herbie Mann o Bill Evans, bien compatibilizándolo con un puñado de discos irregulares que oscilan del jazz clásico a la Bossanava pasando por la Latin Music y ciertas aproximaciones a la experimentación sonora o la música concreta.

Antes de sus fastuosos años aquí reseñados en el sello alemán MPS , dejará grabado en los USA, en el sello Vortex (subsidiaria de Atlantic) algo parecido a la puerta de entrada a ese nuevo territorio, un irregular prefacio que lleva por nombre The Doors of Perception y hará escala en Holanda con el, éste sí, alucinante Get The Feelin’ (Relax, 1968) donde acompañado por la Rob Franken Organization, algo así como el Brian Auger holandés, sienta las bases de su nuevo territorio.

Ese mismo año firma con el sello alemán MPS, gracias a coincidir con el gran Volker Kriegel, enorme guitarrista de formación autodidacta quien a la vez es el hombre del Sitar en la RFA: suyo es ese Tour de Force que tan imponente suena y que lleva por nombre Sitar Beat de Klaus Doldinger, de quien ha sido instrumentista estrella. Junto a él recluta a dos amigos de Kriegel, el bajista austriaco Johannes Anton Rettenbacher y al baterista de Darstadt Peter Baumeister, otros dos jóvenes portentos en sus instrumentos con firme trayectoria como músicos de estudio. Con el elenco definitivamente decidido deciden tomar por nombre The Dave Pike Set.

Registrarán seis Lps en cuatro años y aunque uno sea en directo (Live at Philarmonie) y otro un grandes éxitos (Masterpieces) un par de los cuatro restantes son, a mi juicio, dos obras maestras: Noisy silence, Gentle Noise (1969) e Infra Red (1970) y un tercero, Four Reasons, roza el notable. Discos todos ellos que van, con clarividente elegancia e ingeniosa construcción, del Funk Groove al Free Jazz. Crean, a partir de una imaginativa paleta musical de inigualable ingenio una identidad musical única, sustentada ésta en la cartesiana batería de Baumeister, un beat en sí misma, más la pulsión metronómica del bajo de Rattenbacher y el vuelo de la guitarra sofisticada y precisa de Kriegel añadiendo a ello sus veleidades Sitaresque: la famosísima Mathar será el ejemplo más evidente. Junto a todo este exacto armatoste, dibujando los detalles, el vibráfono y el xilofón de Pike redefiniendo un nuevo concepto del Groove.

Y todo ésto, tan mal explicado, es lo que he recopilado en esta playlist titulada The Dave Pike Set: The MPS Years (Cierto, tienen razón, ya desde el título hago trampas, pues van incluidas varias de Got The Feelin’ su breve aventura holandesa: Soul Jazz, Psicodelia, ramalazos de Free progresivo, Avant Garde y toneladas de Groove, todo cabe en en estos estupendos discos y en su formidable idiosincrasia.