Hay discos que son para uno euforizantes infalibles. Acicate implacable contra la vesania y el desamparo, nos inducen tanto a celebrar la alegría y el hechizo seductor como a exacerbar la felicidad. Son discos en su esencia narcóticos -en su sentido más literal- pues son a la vez propensos o reacios, dependerá eso del momento en que nos acerquemos a ellos, a enmascarar o destapar la realidad. En cualquier caso, mucho más sublimes en su imperfección que otros que se conforman con hacer impúdica y estética apología del sentimentalismo y que no serán nunca capaces de procurarnos la inhibición, la euforia, el estupor o la paz que ansiamos.
Son discos que si los utilizamos de manera inapropiada, pueden llegar a ser peligrosos. Nos pueden sumir en la depresión más profunda o enmascarar la realidad hasta hacernos creer que es posible la utopía de la felicidad absoluta. Como decía Leopardi nos embaucan con la idea de que la felicidad es perfección pero no nos advierten que lograr esta es el fin de la existencia.
Finalmente hay otros, escasísimos, capaces de trasladarnos a todos esos estados independientemente de que estemos sumidos en ellos o no. Tienen la capacidad de transformarnos, dejando volar nuestra imaginación como parapeto ante el desastre. No necesitan de dosis, ni de modos de empleo, ni tampoco de consejos de profesionales en su administración, sino que tienen la rara cualidad de ser cada una de las cosas que necesitamos en el momento en que las necesitamos. Son ésos, en mi opinión, los discos verdaderamente grandes, los imperecederos, tan modernos en su sencillez como clásicos en su hondura. Discos que cobran vida propia al ser capaces de aglutinar los más variopintos estados del alma; Nos transportan a otros mundos y a otras vidas partiendo de nuestra propia vida, invitándonos gustosamente a ese viaje que consiste en ponernos en el lugar del otro e imaginar. Y que lejos de fracasar en la habitual grandiosidad delirante y fatua a la que por su destino natural deberían ser propensos, se detienen de manera tan queda como certera en los recovecos de cada uno de nosotros. Discos que, además, cuando nos devuelven a la tozuda realidad lo hacen dejándonos, si no intactos porque eso es ya imposible, acaso un poco mejores. Discos que nos hacen soñar. Discos que nos ayudan a conocer y conocernos.
«La voglia, la pazzia, la inconscienza, l’allegria» es uno de estos discos. Abrazo fiero y reparador, con la corpórea facultad de permitirnos vislumbrar todos los estados del alma, los distintos peajes que tendremos que satisfacer pese incluso a nuestro inicial deseo. Como un trasunto del bálsamo de Fierabrás, aunque con múltiples utilidades. Capaz de acompañarnos en la felicidad, de moderar la molesta melancolía y también de darnos cobijo cuando oteamos la derrota. Si ya es difícil conseguir uno solo de esos propósitos, no sabría como explicarles cuánto lo es el lograr, en su justa medida, el conjunto proporcionado de todos ellos.
En 1976 Ornella Vanoni se encierra en los estudios de Fonit-Cetra en Roma con el poeta Vinicius de Moraes (voz), Toquinho (guitarra y voz), Fabio Azeitona (bajo) y Mutinho (batería), junto a una pequeña orquesta dirigida por GianFranco Lombardi, creando -y ésta es la palabra ajustada, exacta, literal- la simbiosis perfecta de dos, tal vez tres, mundos perfectos; El lirismo de la música italiana, su finezza y poesía, la inmediatez y vitalidad de la bossanova y la leve brisa, casi cinematográfica, provocada por la producción -y perfecta adaptación al italiano de la obra de Vinicius– de Sergio Bardotti, colaborador del gran Luis E. Bacalov.
El disco tiene por hilo conductor la poesía de Vinicius de Moraes, ensamblada con melodías de varios de los grandes de la música brasileña (Antonio Carlos Jobim, Chico Buarque, Baden Powell) y el contrapunto de un joven guitarrista, Toquinho. Canciones en apariencia ligeras pero dotadas de una densidad indescriptible. Canciones que remiten las unas a las otras, yendo entrelazadas del mismo modo que la vida y los sentimientos van y cuyo título describe a la perfección la espina dorsal de lo que allí se trata: La voglia, la pazzia, l’inconscienza, l’allegria, o sea, El deseo, la locura, la inconsciencia, la alegría. Todos los estados del amor, de la vida, mientras éste -y con él ésta- permanecen, son
Presidiendo todo la voz excelsa de Ornella Vanoni, aquí limada hasta la perfección su tendencia al dramatismo y el arrebato, en algunas fases de su carrera un tanto exacerbado. A su lado -mejor, con ella, dentro de ella- la poesía de Vinicius de Moraes, uno de los ideólogos y motores centrales de la Bossanova (junto a Jobim y Joao Gilberto). A la guitarra, tocada con un hálito de tenue magia, delicada y sutilísima, Antonio Bandeolli Pecci Filho, o lo que es lo mismo, Toquinho.