FRANÇOISE HARDY. "La question" (Hispavox, 1971)

Creo recordar que era Vladimir Nabokov quien en una entrevista televisiva contaba que una buena novela es, ante todo, una historia excelente rodeada por pequeñas historias notables. Que muchas veces, siendo excelente la primera, si flaqueaban las segundas todo se derrumbaba como un castillo de naipes. Y que igualmente pasaba cuando sucedía al contrario. 
 

 Decía también que las novelas no tienen por qué ser lo opuesto al arte realista, aunque nazcan de la imaginación, ya que ésta suele ser, muy a menudo, más real que la misma realidad. Por último señalaba que los retruécanos, los giros, los juegos de palabras, cuando son empleados en la proporción adecuada, acaban por otorgar cuerpo a la novela, coronando y decorando la ficción, cualquier ficción, hasta hacerla verdadera.

Publicado en 1971, sin título expreso en un principio- como con tantos otros suyos, simplemente Françoise Hardy– siempre ha sido conocido como La question, el nombre de la segunda canción de la cara A.  Françoise Hardy, en entrevistas posteriores, lo recuerda como el disco del que más satisfecha se siente, el que la hizo más feliz. Grabado en una atmósfera de sosiego y placidez, de libertad y de raro entendimiento, todas esas virtudes, que pueden resumirse en serenidad, se pueden oír y sentir escuchándolo. Tuca sería la encargada de elaborar todos los arreglos -junto a Raymond Donnez– y también de la dirección artística. El porqué la princesa de Francia se puso en manos de una desconocida es un misterio insondable. Pero tan sólo lo es hasta que escuchamos el disco: Asistimos entonces, no solo como espectadores sino también como parte de su naturaleza misma -de ahí el milagro- a una rara sociedad repleta de íntima complicidad y desarmante placidez, a un fluir de cadenciosa elegancia entre dos seres aparentemente antagónicos donde todo fluye con una naturalidad y precisión sentimental que maravilla y conforta. 

 Por Françoise Hardy y Tuca vendrán también firmadas la mayor parte de las canciones. Unas canciones que mezclan en su exacta proporción cierta malsana ingenuidad y una tímida -pero también vehemente- reafirmación. En su aparente fachada gélida y naïve, la a menudo etérea y distante Françoise Hardy aúna todo eso y nos regala una declaración sentimental que navega entre la duda y el deseo, mientras construye un ejercicio formalmente ligero como la brisa que va calando poco a poco hasta impregnarlo todo de una hondura que, pareciéndonos frágil en un principio, deviene en irrompible: La volubilidad y hondura de la Bossa Nova (en La Chanson d’O, en Même sous la pluie, su fraseo delicado en Doigts, encajado como un guante entre unas guitarras, si se me permite la osadía, muy Costa Oeste. Guitarras que mecen, emergiendo entre los sutiles, casi fantasmales arreglos orquestales. El aire medieval de Si mi caballero, el Folk frágil de Bati mon nid  tornándose cuento infantil con la irrupción de la voz masculina al final.

 Folk también -ahora espectral, me atrevería a señala que ultraterrenal- en Le martien, canción que remite -lo siento, no puedo evitarlo- a Starsailor. Cuerdas febriles en Viens, cuerdas que lo envuelven todo, que suben y bajan cual montaña rusa emocional, logrando transmitir, como hace aquella, el vértigo y el placer, lo cotidiano y lo inalcanzable y que nos llevan a Gainsbourg de inmediato y, sobre todo, a Jean Claude Vannier. Una vez más otro de esos raros especímenes que partiendo del clasicismo consiguen sonar nuevos, modernos. Un disco en definitiva extraño, de ningún lugar y de todos a la vez, si esa contradicción pudiese darse. Uno piensa que sí. Un disco, por terminar con este penegírico, sorprendentemente a nuestro alcance. Malévolo, caprichoso y sin embargo riguroso, cercano y lejano a la vez. Tan palpable o inasible como lo suele ser la belleza. Un disco de notable fragilidad que estremece y atrapa, que seduce y turba, cualquiera que sea nuestro idioma materno, cualquiera que sea nuestro estado emocional, cualesquiera que sean nuestros sentimientos más ocultos. ¿La pregunta?: Todas y ninguna a la vez.

ELS 5 XICS. Soy muy hombre. (Sesión, 1967)

 
 Els 5 Xics fueron un grupo valenciano del Cabañal que grabó multitud de singles y Eps en numerosos sellos; Sesión, Emi/Regal, Ekipo, Unic… y también un Lp prácticamente póstumo para el sello local Val disc en 1983. De la mano del factotum mediático local Enrique Gines, tuvieron tanto éxito en Valencia como escaso lo fue en el resto de España. Alternaban versiones (Eddie Floyd, Rolling Stones) con temas escritos para ellos y tuvieron cierta repercusión con una versión en valenciano de «When a man loves a woman»
 
 
Todo en ella, título incluido, es enorme. Desde la intro con el bajo, a la batería de Ramón Asensio, el efecto de las palmas, la voz insuperable de José Luis Ballester y la producción, aunque acreditada a Ginés, realmente bajo la dirección de su fantástico organista José Llusar

Y la letra… Uff! lo de la letra ya es de otro mundo. Desgraciadamente no viene acreditada la presunta traducción, adaptación personalísima en realidad. De esas de dos orejas, rabo y salida a hombros.
Lo dicho, tremendo.
 

«…Yo no entiendo que critiques que no te de prioridad, que sean música y discos lo que me interesa más. Que ya nunca tenga tiempo para ir a pasear, que te haga poco caso y solo piense en ensayar. Pero has de ver que soy muy hombre y que te quiero con gran pasión. Si me cuido la melena, mis camisas de color, me perfumo los pañuelos y me tiño el pantalón. Si te dicen tus amigas que no quiero transigir, tontear con otra chica no es cuestión de confundir. Oh si. Si mi grupo está tocando y tu estás de exhibición, al bailar con otro chico no me duele el corazón, porque estoy en mi trabajo y lo quiero hacer muy bien y si yo salgo triunfando vale para ti también. Pero has de ver que soy muy hombre y te quiero con gran pasión. Soy muy hombre, soy muy hombre…»

 
 
 

THE PALE FOUNTAINS. Pacific street and beyond

«… I can see the road where you once flew, i’m in pacific street to make ends meet»

Ah, el pasado. ¿Quién nos defenderá del pasado? Por si todavía tienen la fortuna de no saberlo, puede ser este implacable. Capaz tanto de educar como de estropear para siempre el cuerpo y el alma. Tendemos a mitificarlo, obviando desencuentros y decepciones. No será uno quien critique eso. En tanto en cuanto no sea una venda en los ojos puede llegar a ser hasta saludable. Incluso siendo a veces todo eso, si le sirviese como lenitivo a alguien, no veo el problema por ningún sitio. Bien por él.

 Hay veces, las que a mi más me apetecen, en las que dependiendo de nuestro estado de ánimo el pasado es remedo de conversación en un rincón, con uno mismo. Un lugar donde pasar un agradable rato en compañía de nuestra soledad. Porque no todos los que están solos se sienten solos y viceversa. En cambio cuando ese pasado y esa soledad pretende constituirse en algo referencial, una especie de pátina generacional que otorga no sé bien qué distinción, deja para uno de tener ese carácter privado, pequeño e íntimo que es el que en verdad lo hace valioso. En plena era de la cultura del simulacro son innumerables las referencias que lo jalonan. Se abrazan y celebran medianías como epicentros referenciales de una época pasada, incluso a veces algunos espontáneos estallidos de genio a los que se les paso factura con intereses, por no pararnos a pensar, ni detenerse a pensar siquiera, que la verdadera memoria solo puede permanecer, continuar siendo, cuando es algo personal y propia y no un constructor generacional, por lo general tendente a la mistificación. No es que quiera en absoluto apropiarme de algo en un principio destinado a cualquiera de nosotros, ni mucho menos arrogarme ninguna exclusividad, muy al contrario. No quisiera dar esa impresión -algo que de suceder sería, en todo caso,  muestra evidente de mis limitaciones- aunque sí que me gustaría puntualizar que para conocer cualquier asunto hay, cuanto menos, que intentar comprender. Y que incluso lográndolo no sería eso garantía de nada.

 No suele haber nada más moderno que lo clásico, a poco que le demos la distancia y perspectiva necesaria. Partiendo de esa distancia podremos -o no- apreciar su esencia. Y en caso de hacerlo, por muy pequeña que esta sea, intentar salvaguardarla. Evitar en la medida de lo posible adornarla con cachivaches y oropeles, evitar proclamarla a los cuatro vientos, con liturgias generacionales que, por lo general, no consiguen otra cosa que oscurecerla. Incluso, en última instancia, guardar los inevitables guiños cómplices a los que solemos ser proclives, si acaso pretendemos que su llama verdaderamente perdure, en el sentido de su sentir más íntimo. El resto suelo ser autoengaño y, a menudo, huera impostura.

«…Yo no quiero ser normal. Una persona normal es una persona vulgar. Ser vulgar es ser gris. Ser gris es formar parte de una masa. Ser masa es no existir. La única forma de existir, la única manera de ser, es ser diferente. Para ser, hay que ser diferente. Y yo quiero seguir existiendo yo. No quiero ser uno más«

 José María Prada en «El transplante» (Capítulo de «Historias para no dormir» de Narciso Ibáñez Serrador)

 Desarbolado y maravillado. Estúpidamente diferente. Así es como te sentías a los dieciséis años escuchando Pacific Street, cuando escuchabas a ese narrador clarividente, alguien que te parecía un mago, un adivino, mientras descubrías un camino tantas veces transitado por otros pero que a ti te parecía una ruta secreta, recién llegado a una capital de provincias desde un pueblo cualquiera. Sintiéndote extraño e insignificante. Creyendo ser el primero en encontrar algo ya mil veces descubierto e, ingenuo pero también generoso, queriendo hacer partícipe de todo ello a cualquiera que quisiera escucharte.

 Porque aquello era como un manantial, por fin libre y accesible, del que brotaba referencia tras otra conforme ibas saciando tu sed. Pacific Street sonaba distinto, único. Parecía hecho solo para ti, como un cantar en el que tú eras el protagonista, con todos sus capítulos a ti dedicados: la crianza, la educación, la rebeldía, el hastío… Y así, con la convicción propia de los iluminados y el candor indisimulable del adolescente que ansiabas dejar de ser, te imaginabas convertido en el personaje, a saber de que novela, en que soñabas se convertiría tu vida.

  Escuchar las primeras notas de Reach y volar: Sus bongós tenues, casi reverberantes. Los susurros. Las guitarras acústicas puras, limpias, pellizcándote el pecho en cada nota. Y de repente el estallido: las trompetas eufóricas, abrazándote de una manera que no creías posible. Y la voz. Su fraseo. Esa voz airada y cercana era la tuya entonando una melodía que justo antes de dejarte casi sin aire gritaba …But i try, i, i …  Aquello -tocar el cielo en unos tiempos dominados por un gélido infierno tecnificado y el prosaico purgatorio del punk moribundo- por entonces, era todo, no tenía explicación. Encontrar un puñado de canciones, una tras otra, repletas de todo aquello que sentías y no sabias como explicar: Rabia, incomprensión, curiosidad, desidia, deseo, soledad …

  Y desde ahí, por poca curiosidad que tuvieses – y te sintieses un muerto vivo como solo se siente uno en la adolescencia- tenías que dirigirte al catálogo de serie media de Wea. Por la sección Costa Oeste comencé yo, una veta de piedras a 400 pesetas de entonces.  Tim Buckley, The Doors … If there’s something i should say, what am I to do? Have I found a way?… Solo era un escalón, de acuerdo, pero entonces tan enorme como natural nos parece hoy. Mi siguiente paso fue dirigido a la serie pioneros, aquellos clásicos distribuidos por Hispavox con esa leyenda en una esquina (Love, Neil Young, Buffalo Springfield …) y otra (el catalogo de A&M) y otra más. Southbound Excursion, su hermosos coros femeninos, lo soft como sinónimo de frágil y no de blando. Los sintes imitando a arreglos de cuerda, lujuria de quiosco, valentía y arrojo confundidos con inconsciencia y libertad.

  Había más, claro, mucho más. Te preguntabas que era aquella canción que comenzaba con unas notas de piano tratadas. Era cálido, acogedor. De una melancolía que llegaba a doler… Yes, the day that I first saw you, it was in March, I think ‘Cause I seen you lending some things from a shopYou saw me, you laughed, blow a kiss and I turned right around.You followed me out and ever since that day I’ve been … Recordabas aquel disco de Prefab Sprout que te había pasado un amigo en una TDK,  Swoon se titulaba. Pero no sabias, ni podías saber. Y querías saber. Escuchaste a algún alma generosa comentar en un programa de radio algo de Joao Gilberto, de Jobim, de aquel disco con la jirafa en la portada. De CTI y de Creed Taylor. La semana siguiente ese mismo locutor -Dios lo bendiga- menciono a Solera. Y puso una canción de Astrud Gilberto. A Certain Sadness, me acordaré toda la vida. Corriste a comprarte el disco, un recopilatorio doble con una portada verde.

  Y qué sorpresa tan inmensa ante lo que había en sus surcos, ufff!, en todos y cada uno de ellos, aunque algunos no supieses, no pudieses entenderlos. Todavía. Otra vez las trompetas; «…¿Has escuchado a Chet Baker?…». Y de nuevo vuelta a empezar, ya para siempre. Porque aunque los tiempos de comuniones multitudinarias tuvieron, tienen -¿tendrán?- otras iglesias y otro feligresía, incluso en este disco existen, casi ocultos, episodios de este calado; Natural, La furia y el inconformismo. «… You said i’m looking fine, yeah, yeah, yeah. You’re not so bad yourself…». Vehemencia y feliz inconsciencia. Fragilidad robusta y voluntad endeble.

 Es imposible, casi un axioma por definición, que obras como Pacific Street sean algo más que la sublimación de lo íntimo, de lo propio. Algo más que un humilde e ingenuo tête a tête, revelador e iniciático. Faithfull Pillow abre y cierra la cara B. Una elegía instrumental, evocadora, imaginaria banda sonora. Sin darnos tiempo para la nostalgia, como debe ser, asistimos a (Don’t Let Me) Start A War, pop de perfecta resolución, tan directo en lo emocional como sinuoso en lo estilístico. Con su punto airado, inconsciente de su necesidad a pesar de su quebradiza perfección; Siempre la misma vieja historia, la historia de como pretendes cambiar el mundo y de cómo, sin querer, acabas por  hacer daño a todo el mundo. Promesas, promesas, promesas. 

Es todo eso, me temo, desalentador a corto plazo para cualquier artista con deseos de trascender. Desalentador y cruel. Sin embargo a día de hoy es lo único que verdaderamente perdura. Una cosa jodida la vida, sí.  No, claro que no estoy hablando de élites o de aristocracias artística, ni de genios, ¿por quién me toman?. Bueno, de geniecillos tal vez sí. De aquellos de los que a mi me interesan: inconstantes e inconscientes. También de espectadores curiosos, seres aparentemente intrascendentes con ansias de componer el rompecabezas -más o menos complicado- que toda vida es. Pero, no lo olviden, nunca suplantando, sino a partir de lo propio. Muchas veces sin pretenderlo, sin querer o sin darnos cuenta, surgen mitos casi por arte de magia. Referencias que son asideros en los que mantenerse anclados hasta que pase la tormenta. Balizas que tal vez no pasasen de ser una aislada anomalía en su momento, probablemente de forma merecida, no lo sé, pero que en otras, pocas y contadas ocasiones, acabaron por convertirse en sustrato y vida. Y que nos mostraron, benditas sean, un camino que recorrer, instándonos a la aventura, sin miedo a sus precipicios y sus cimas. Son cosas que no se olvidan.

«… ¿Los ochenta?, una mierda. Escuchando los discos te das cuenta enseguida. Con los Pale Fountains era una lucha sin fin con los técnicos y los ingenieros de sonido. No había manera de hacerles entender el sonido que queríamos. Metían eco por todas partes…»

(Micheal Head en «Les inrockuptibles». (12/11/1997)

Frente al hastío y la presunción, frente al cinismo del que pretende haberlo visto y vivido todo, la ingenuidad del curioso que nada sabe. La belleza como última meta. Frente a quién tiene a ésta por banal y sobrevenida, la persistencia en alimentarla, en cuidarla, en mimarla día a día.
 Lo vital y lo artístico acaban por darse la mano. Es más que posible que Pacific street fuese un espontáneo fogonazo de genio, una estrella fugaz que ya no volvería a repetirse. Pero lo consiguieron. Con una sola vez bastaba, me bastaba. Un disco que es principio y fin. Lo que le seguiría no podía – ni debía – ser ya igual. Arrasado por la droga y el fracaso el grupo explota tras From Across The Kitchen Table, disco que, pese a tener sus momentos gloriosos, ya no será lo mismo. Porque no podía serlo. No al menos para quién suscribe. Tampoco, ni mucho menos, lo serán sus sucesivas reencarnaciones; Shack o, casi quince años más tarde, Micheal Head and the Strands. ¿Saben? aunque entonces me dio mucha rabia, hoy pienso que es así como debía ser. Ni ellos ni yo éramos los mismos.
«… Había un tipo llamado Yorkie. Él fue el que me descubrió a los Love. Todos los grupos de Liverpool del momento nos pasábamos por su casa; Teardrop Explodes, Echo & the Bunnymen, nosotros… tenía una colección de discos impresionante. Nos grababa cassettes con un poco de todo; Captain Beefheart, Henry Cow, etc. Pero Love era el centro. Antes de eso yo ya había escuchado bastante a los Beatles y Bowie. Mi padre, que fue un teddy boy en su juventud, me compró «Alladin sane». Una elección extraña viniendo de él, de la que muy pronto se arrepintió. Escuchaba ese disco constantemente. Cambió mi vida…»
(Michael Head a «Les inrockuptibles». 12/11/1997)
Los años continúan transcurriendo. Más de veinticinco, se dice pronto. Es posible que hoy, en estos tiempos extraños, a alguien le parezcan algo obsoleto, que les suenen un tanto envejecidos. Descuiden, tengo la impresión de que los que así lo piensan fueron siempre viejos.
“…El gran circo de la gloria fugaz, los vídeos, las sesiones de fotos, los primeros contratos, el dinero fácil y la heroína. La trayectoria habitual…”

JUDY COLLINS. Someday soon

 

 

 
 
Como es habitual llevaba el modo aleatorio en el Ipod. Suele ir ese aparato en el coche, aunque cuando viajo lo llevo siempre encima, como el asmático el ventolín. Hacía frío, nevaba. Compré un par de números atrasados de la revista Mojo en Paralleles. Me senté a tomar un café y fumarme un cigarrillo. Mientras leía un estupendo artículo acerca del sesenta aniversario de Elektra y una entrevista con Jac Holzman, empezó a sonar «Someday soon«. Fue como una revelación. Qué canción tan sublime. Vaya manera de cantarla, de hacerla suya. La perfección de las guitarras de James Burton y Buddy Emmons, el piano de Van Dyke Parks, le daban el punto perfecto. Debí de escucharla algo así como veinte veces seguidas. Por lo menos.
 
Esta tarde, al llegar a casa, he ido de cabeza al primer disco de ella que tuve, «Lo mejor de Judy Collins» (Elektra/Hispavox, 1970). Creo -no estoy seguro- que fue lo primero que publico en España. Lo primero que pude disfrutar de ella sin ningún género de dudas. Recoge maravillas de varios de sus discos («Wildflowers», «5th album», «Who know where the time goes», «In my life»), yendo de Leonard Cohen a Joni Mitchell, de Jacques Brel a Pete Seeger, de Dylan a Gordon Lightfoot, de Richard Farina a Ian Tyson. Y después está la foto de la contraportada, que ilustra de manera bastante aproximada el concepto de belleza que uno tiene. Tranquila, vivida, con muescas.
 
Luego me he acordado de otra. Me ha llevado a «Four strong winds», aquella descriptiva reconvención de un periplo vital, hermosa e inolvidable canción alojada en el «Comes a time» de Neil Young. Y he tenido un presentimiento, casi una certeza. Tal vez era algo que ya estaba en mi subconsciente, semioculto u olvidado, sin yo saberlo o querer procesarlo. Suele ocurrir. Me he tirado de cabeza a consultar los créditos y sí, lo que imaginaba. También estaba compuesta por Ian Tyson. Las cosas suelen tener siempre un sentido, aunque muchas veces nos cueste darnos cuenta.

CONTROL. Mis juegos de ayer


Una pequeña gran maravilla. Su último single.

 

… Sin tener que recordar mis juegos de ayer, y olvidando que una vez he sido niño, en mi mente siempre está como una luz de atardecer. Compañera sin amor, no supe entender los momentos en que estabas a mi lado, algo que ahora falta en mi, cansado pues, no sé que hacer. No podrás dormir tranquilo oyendo lejos el latir de un ser que conociste en otro tiempo. Y cerrando bien los ojos volverás a ver al fin aquello que estuvo en tus manos…