Decía también que las novelas no tienen por qué ser lo opuesto al arte realista, aunque nazcan de la imaginación, ya que ésta suele ser, muy a menudo, más real que la misma realidad. Por último señalaba que los retruécanos, los giros, los juegos de palabras, cuando son empleados en la proporción adecuada, acaban por otorgar cuerpo a la novela, coronando y decorando la ficción, cualquier ficción, hasta hacerla verdadera.
Publicado en 1971, sin título expreso en un principio- como con tantos otros suyos, simplemente Françoise Hardy– siempre ha sido conocido como La question, el nombre de la segunda canción de la cara A. Françoise Hardy, en entrevistas posteriores, lo recuerda como el disco del que más satisfecha se siente, el que la hizo más feliz. Grabado en una atmósfera de sosiego y placidez, de libertad y de raro entendimiento, todas esas virtudes, que pueden resumirse en serenidad, se pueden oír y sentir escuchándolo. Tuca sería la encargada de elaborar todos los arreglos -junto a Raymond Donnez– y también de la dirección artística. El porqué la princesa de Francia se puso en manos de una desconocida es un misterio insondable. Pero tan sólo lo es hasta que escuchamos el disco: Asistimos entonces, no solo como espectadores sino también como parte de su naturaleza misma -de ahí el milagro- a una rara sociedad repleta de íntima complicidad y desarmante placidez, a un fluir de cadenciosa elegancia entre dos seres aparentemente antagónicos donde todo fluye con una naturalidad y precisión sentimental que maravilla y conforta.
Por Françoise Hardy y Tuca vendrán también firmadas la mayor parte de las canciones. Unas canciones que mezclan en su exacta proporción cierta malsana ingenuidad y una tímida -pero también vehemente- reafirmación. En su aparente fachada gélida y naïve, la a menudo etérea y distante Françoise Hardy aúna todo eso y nos regala una declaración sentimental que navega entre la duda y el deseo, mientras construye un ejercicio formalmente ligero como la brisa que va calando poco a poco hasta impregnarlo todo de una hondura que, pareciéndonos frágil en un principio, deviene en irrompible: La volubilidad y hondura de la Bossa Nova (en La Chanson d’O, en Même sous la pluie, su fraseo delicado en Doigts, encajado como un guante entre unas guitarras, si se me permite la osadía, muy Costa Oeste. Guitarras que mecen, emergiendo entre los sutiles, casi fantasmales arreglos orquestales. El aire medieval de Si mi caballero, el Folk frágil de Bati mon nid tornándose cuento infantil con la irrupción de la voz masculina al final.
Folk también -ahora espectral, me atrevería a señala que ultraterrenal- en Le martien, canción que remite -lo siento, no puedo evitarlo- a Starsailor. Cuerdas febriles en Viens, cuerdas que lo envuelven todo, que suben y bajan cual montaña rusa emocional, logrando transmitir, como hace aquella, el vértigo y el placer, lo cotidiano y lo inalcanzable y que nos llevan a Gainsbourg de inmediato y, sobre todo, a Jean Claude Vannier. Una vez más otro de esos raros especímenes que partiendo del clasicismo consiguen sonar nuevos, modernos. Un disco en definitiva extraño, de ningún lugar y de todos a la vez, si esa contradicción pudiese darse. Uno piensa que sí. Un disco, por terminar con este penegírico, sorprendentemente a nuestro alcance. Malévolo, caprichoso y sin embargo riguroso, cercano y lejano a la vez. Tan palpable o inasible como lo suele ser la belleza. Un disco de notable fragilidad que estremece y atrapa, que seduce y turba, cualquiera que sea nuestro idioma materno, cualquiera que sea nuestro estado emocional, cualesquiera que sean nuestros sentimientos más ocultos. ¿La pregunta?: Todas y ninguna a la vez.