ARETHA FRANKLIN. "I can’t wait until i see my baby’s face"

JOHN D. LOUDERMILK. "The Open mind of…" (RCA, 1969)

 















 

«Across the floor sits someone new,
hair of black and eyes of blue,
and in her lap she holds her hands
and in her mind she understands,
Laura, Laura.
 
We talk in such a silent way
in words too beautiful to say,
Laura, what a beautiful Laura,
You have on today, Hmm, hmm…
 
And someone straight who didn’t know,
would be confused at how you glow,
Laura, Laura,
What a beautiful Laura we have on today.»
 
 
Podría contar que compré este disco únicamente por su maravillosa portada. O podría decir que ya tenía alguna noticia, leve, de John D. Loudermilk. En ambos casos diría la verdad. 
 
Podría contar también que cuando lo escuché por primera vez caí atrapado de inmediato por sus bondades. O podría decir que lo puse un par de veces y quedó aparcado en ese limbo al que siempre volvemos, más pronto o más tarde, cuando ya estamos preparados. Podría, finalmente, contar que desde entonces me acompaña siempre. O podría reconocer que tras muchos años olvidado, he vuelto a él por casualidad, buscando por casa portadas raras, extrañas, bonitas. Sería todo verdad y todo mentira. Porque tanto una sensación como la contraria se intercambian, dependiendo del momento y, sobre todo, de nosotros. Y que me asusta, mucho, cada vez más, tanto quién no duda nunca como quién no sabe hacer otra cosa que dudar.
 
Leyendo las notas de la contraportada, «The open mind of John D. Loudermilk» parece simplemente la humilde justificación de un artesano empeñado en dejar clara su condición. La declaración de un tipo humilde que sabiéndose fuera de lugar quiere contarnos algo a la manera antigua, a su manera; en susurros, calladamente. Pequeñas historias que a nadie parecen importar y que, si nos detenemos a observarlas, son en última instancia las que nos conforman y de verdad nos afectan en nuestro devenir.
 
 Un tipo que sueña con sus aspiraciones y reconoce sus carencias, que tiene más o menos claro lo mucho que ha cambiado el juego al que solía jugar, el tiempo en que solía vivir. Es 1969 y se sabe un anacronismo, un reflejo idílico de otra época. Un tipo con el aspecto de cliente de Rock Hudson/Roger Willoughby en «Men’s favorite sport» (rechoncho, con gafas de pasta, pullover y sombrero con pluma) capaz de componer las estupendas canciones de este disco y tenerlas guardadas en un cajón durante tres años. Un tipo que ha dedicado su carrera  a componer (para gente como Roy Orbison, Chet Atkins, Bob Luman, The Casinos, Johnny Tillotson, los Everly brothers, etc) y que ahora se hace acompañar, en esta especie de testamento, por una serie de titanes; Buzz Cason, The Jordanaires, Bergen White, Norbert Putnam, David Briggs. Un tipo que, del mismo modo que sucede con las pinturas de Norman Rockwell o en los viejos anuncios publicitarios de un tiempo aparentemente idílico, tiene, junto a la aparente normalidad, aristas y esquinas en penumbra.
 
 Un tipo normal, como ustedes, como yo, no podía serlo completamente. Al menos no podía ser solamente eso. Porque nadie es normal del todo.